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domingo, 30 de diciembre de 2012

Hacia el corazón de la piedra: búsqueda de la alquimia islámica

Hacia el corazón de la piedra: búsqueda de la alquimia islámica


20/07/2001 - Autor: Pierre Lory



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universo
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La literatura alquímica en lengua árabe, a ejemplo de sus hermanas griega y latina, no limita su mensaje a la exposición de procedimientos técnicos destinados a obtener los elixires y la enigmática piedra de proyección. Se propone igualmente, y por encima de cualquier otra cosa, desvelar el funcionamiento oculto de las leyes del universo, revelar al lector, más allá de los fenómenos puramente exteriores que tienen lugar durante las reacciones químicas, el dinamismo profundo de la vida en su aspecto original (haqîqa). Esta perspectiva se presenta muy frecuentemente en un lenguaje notablemente abstruso y esotérico, que se explica en principio por la prudente reserva de los autores, preocupados por comunicar su ciencia únicamente a quienes sean realmente dignos de ella. Pero, más profundamente, los enigmas y rodeos del lenguaje de la alquimia árabe derivan a nuestro entender de un hecho aún más decisivo: la ciencia que exponen no es una formulación entre otras de la percepción habitual que todo ser humano tiene de los fenómenos; es desde el principio la expresión de una percepción diferente de esos mismos fenómenos, un planteamiento radicalmente distinto de la lectura de los acontecimientos del mundo. (1) Poner de relieve los contornos de esa percepción diferente y del lenguaje que ello entraña es lo que se pretende en las consideraciones que vienen a continuación, basadas en una lectura tanto de textos árabes antiguos (corpus atribuido a Jâbir ibn Hayyân, siglo IX) como de otros más recientes (escuela shaykhí en el siglo XIX), textos que son generalmente, aunque no exclusivamente, musulmanes. (2)

La idea básica que querríamos perfilar aquí es la de la unidad del movimiento vital universal. Los alquimistas árabes hablan a veces de ello oponiendo los cuerpos (jism, jasad) al espíritu (rûh) y este último al alma (nafs), especialmente en los minerales. Pero es preciso constatar que estas distinciones no tienen nada de fundamental, ni son tampoco las que estructuran la percepción del mundo en Jâbir o en Jaldakî. Mucho más significativa, por el contrario, es la distinción entre lo denso (kathîf) y lo sutil (latîf). Las entidades manifestadas pueden conocer estados densos, «materiales», o más sutiles, pero es ésa una diferencia de grado ontológico, no de naturaleza. «Pues a fin de cuentas, los espíritus son luz‑ser (nûr wujûdî) en estado fluido. Los cuerpos son igualmente luz‑ser, pero en estado solidificado», decía Shaykh Ahmad Ahsâ’î. (3)

«Al comienzo» existe de hecho, para el esoterista musulmán, una oposición original y básica entre una energía primera, y estructuras, formas, cada vez más complejas y constringentes. Esta densificación se traduce a menudo (véase la tradición chiíta; lbn ‘Arabî; al Bûnî) por el simbolismo de las letras: la relación dialéctica entre alif (A, primer creado) y ’ (B, segundo existenciado) engendra las otras veintiséis letras del alfabeto, que, a su vez, componen los Nombres divinos, matrices de donde surgen los diversos mundos de ese gran campo de lenguaje que es el universo. (4) Que este proceso sea una densificación creciente y una cristalización nos es sugerido por una «matemática sagrada» bastante simple: al comienzo es el Uno (alif), el total que incluye todos los posibles, y este Uno produce el dos (’), no por adición, sino por división interna. Del mismo modo, todas las demás cifras/letras se engendran por divisiones sucesivas. Cada cifra incluye a las que la siguen, siendo los números más «grandes» los más reducidos, metafísicamente hablando, en relación con la inmensidad indefinida de los primeros y del Uno. Esta creciente complejidad del ser «en el interior» de Al-lâh sugiere que cuanto más individualizado es un ser, es también más pequeño y más denso.

Estos procesos combinatorios cada vez más complejos son expresados por los alquimistas como Jâbir o el Pseudo‑Platón de la Tetralogía (al‑Rawâbî’) en términos de filosofía neoplatónica especialmente: al comienzo, el Intelecto primero y el Alma universal engendran la naturaleza, incluyendo todos los posibles, que toman cuerpo por etapas sucesivas. (5) Esquemáticamente, se pueden distinguir tres «escalones» o «niveles» superiores en nuestros autores: el mundo del Intelecto, el de las Ideas arquetípicas y los mundos angélicos. Cuando este último llega a un cierto grado de complejidad, se producen tres nuevos niveles densos, materiales, a saber, los mundos animal, vegetal y mineral.

Pero la unidad del todo debe ser subrayada: los mundos materiales no son de una textura diferente, extraña a la de los mundos espirituales, la naturaleza de las relaciones que los animan es idéntica en cada nivel. En el mundo sublunar, las cuatro naturalezas (calor, frío, sequedad, humedad) accionan los elementos: pero, precisa Jâbir, esas naturalezas no son nada (lâ shay’) en sí mismas, son respecto a las cosas terrestres como los ceros respecto a los números; (6) no son más que modalidades específicas de dinamismos que les preceden ontológicamente.

Estas relaciones cada vez más complejas entre los elementos/letras se densifican, se espesan de algún modo hasta alcanzar un nivel en que la energía primera no puede ya desplegarse, donde las estructuras alcanzan un punto de cristalización, de rigidez más o menos estable, haciendo difícil, incluso imposible, una mutación ulterior, y esto ocurre en la parte baja de esta expansión, en el mundo mineral. Entonces se produce una inversión, un reflujo de energía que, no pudiendo «descender» más abajo, va a remontar los grados del ser en un sentido inverso, ascendente, de retorno hacia su origen, realizando así el segundo gran movimiento de flujo de la vida:

Intelecto primero
Piedra de los filósofos

Este doble movimiento lo describe Jâbir en términos de «potencia» y «acto». (7) En el origen de los mundos, en el Intelecto, la potenciación está en su máximo; se actualiza después a través de grados inferiores, hasta un punto último tu el mundo mineral en donde se produce esa inversión completa, retomando el potencial su fuerza máxima y reiniciando la segunda fase del, cielo vital, de la gran «respiración» del universo vivo, por utilizar la expresión de los sufíes.

Esta concepción del origen y del funcionamiento orgánico de los mundos exige varias puntualizaciones:

1. El esquema representado más arriba pone de manifiesto una serie de tres correspondencias o simetrías entre las partes que se encuentran a uno y otro lado del plano de separación entre lo sutil y lo denso:

—Correspondencia entre los mundos angélicos del Malakût y el mundo animal: analogías que se encuentran frecuentemente en el imaginario colectivo y particularmente en el simbolismo sagrado. Así, en el Corán, el pájaro de arcilla al que Îsa (Jesús) insufla la vida (III, 49 y V, 110), o la serpiente que Moisés produce ante los magos de la corte del Faraón (VII,104; XXVI,30 y sigs.) remiten, según los esoteristas, a las potencias angélicas en la naturaleza humana. Podría ofrecerse aquí gran número de ejemplos, pero ello nos apartaría en exceso de nuestro propósito.

—Correspondencia entre los mundos de las Ideas arquetípicas y el mundo vegetal: simétricos en su inmovilidad, la fijeza de las raíces los liga orgánicamente al mundo del que sacan la vida. Hay que constatar también la abundancia de correspondencias simbólicas entre estos dos estados del ser. Citemos simplemente las numerosas descripciones coránicas del Yanna, donde el elemento esencial es sin duda el vegetal.

—Correspondencia entre el Intelecto primero y el mundo minera. Y éste es el punto que interesa particularmente a nuestro propósito sobre la alquimia. El medio mineral es aquí privilegiado en el sentido de que es el lugar de la inversión de potencial que hace posible re‑iniciar el ciclo vital del universo. Es el caos inferior el que es el origen de la segunda fase de la creación: en él se produce, en imagen invertida, el impulso primero del que procede todo ser. Y es en la contemplación especular de un elemento mineral donde el alquimista leerá, y producirá, las diferentes etapas de una cosmogénesis de otro modo inaccesible a nuestra percepción y nuestro entendimiento. La inmediatez de esta visión es, también, evocada simbólicamente en el Corán, a propósito de Moisés: éste se ha aproximado a lo divino en una teofanía de carácter vegetal, la zarza en llamas (XX‑VIII, 30), así como en la contemplación del mineral, cuando Al-lâh acepta aparecer por mediación de una montaña (VII, 143). La violencia de la segunda visión es incomparable con la primera: la montaña es pulverizada y el propio Moisés, fulminado.

2. El alcance del trabajo alquímico se perfila por otra parte en el esquema dado precedentemente, por su inserción en el gran ciclo de la manifestación, en la expiración/inspiración del Dios misericordioso de la Rahma de Al-lâh que crea y deshace perpetuamente todo lo que quiere manifestar. Pues la gran circulación de la energía que pasa a través de formas estructuradas cada vez más complejas, deshaciéndolas sin cesar, es en efecto posibilitada por la existencia de lugares precisos donde las fuerzas sutiles y los cuerpos densos pueden reunirse, mezclarse e interactuar, y donde la energía puede transmitirse de un nivel del ser al otro. El lugar por excelencia de esta síntesis y de estos pasos de los mundos indispensables a la expansión de la vida, es la entidad humana, que reúne todos los niveles de la existencia, de los más densos a los más espirituales. Desempeña así el papel de «transformador», por emplear un término anacrónico, que le confiere su más alta dignidad, la de Califa de Al-lâh en la tierra (Corán 11,30).

Pero esta circulación de las energías puede tener lugar igualmente por canales artificiales (procedentes del arte, al‑sinâ’a), es decir, precisamente por la alquimia, que recrea las condiciones de una materia enteramente permeable a los mundos espirituales. A veces, Jâbir habla de la alquimia como de un «mesocosmo» entre el macrocosmo y el microcosmo que es el hombre; (8) por otra parte, el mismo autor definirá el universo entero como el Gran Hombre, el ser humano particular como el Pequeño Hombre, y la alquimia como el Hombre Medio. (9) La piedra filosofal desempeña, en efecto, analógica y realmente, el papel del compuesto humano. Es en este sentido también «corazón del mundo»; y numerosos esoteristas musulmanes han subrayado la homonimia en el léxico entre «corazón» y «transmutación».

3. La alquimia trata pues de participar en la reactivación del ciclo de la vida, y esto por procedimientos muy precisos, basados primero en la recolección de un material bien definido, la famosa materia prima. Ésta corresponde al estado preciso del mineral en el que las energías «descendentes» del cosmos han alcanzado su punto de «rebote», al momento de su evolución en el que viene a acumularse todo el potencial de los mundos superiores. (10) Se trata pues de identificar correctamente esta substancia, excluyendo primero el recurso a los elixires vegetales y animales, (11) así como a los minerales muertos. Éstos últimos son, en la clasificación de Jâbir, los estados minerales que corresponden a la actualización máxima de las fuerzas del universo: mica, tucía especialmente, y todos los calcáreos. (12) Los minerales vivos —es decir, los metales, principalinente— están, por su parte, situados en la fase ascendente de esta evolución. El alquimista buscará el estado preciso del mineral todavía incoactivo, del «esperma vivo» que todavía no ha adoptado ninguna estructura mineral precisa, pero que contiene virtualmente todas las posibles. Habiéndolo recogido le hará sufrir un tratamiento minuciosamente descrito, ora liberando la energía por destrucción de su estructura (disoluciones, destilaciones), ora fortaleciendo esa estructura según el estado deseado (coagulaciones), hasta la obtención de un equilibrio óptimo.(13) Pues lo que se pretende aquí no es la producción de una materia que haya acumulado un máximo de energía, sino moldear una substancia perfectamente equilibrada, en la que las oposiciones entre el calor y el frío, la sequedad y la humedad, lo denso y lo sutil, lo potencial y lo actualizado se confundan en una infrangible armonía. La corrupción, la muerte, surgidas del desequilibrio de los elementos y de las energías, están ausentes: la integración del cuerpo y el espíritu en una misma piedra, perfectamente homogénea y coherente, es por decirlo así la manifestación misma de un «arquetipo sensible» (14) de un ser divino en alguna forma, en el que todo lo múltiple se hace uno.

Ahí también nuestros alquimistas han encontrado en el simbolismo musulmán las imágenes de su propia percepción de las cosas. Pues el centro geográfico de las oraciones de los creyentes, de las vueltas rituales de los peregrinos, es precisamente esa piedra negra, elegida por la revelación para ser el recuerdo por excelencia de la presencia de lo divino, del polo y del eje del universo, de la unión de todos los opuestos.

La explicación de esta visión, de esta percepción del mundo, debe ser buscada en los propios textos alquímicos árabes. Pero éstos rara vez se presentan como tratados doctrinales, y todavía menos como exposiciones demostrativas: su discurso es abrupto, discontinuo, paradójico... y es, a nuestro juicio, al seno mismo de estas paradojas, de estas aparentes contradicciones, adonde debe dirigirse la atención del lector, a fin de acercarse lo más posible al propósito del alquimista que ha redactado cada obra. La lengua alquímica es la puerta hacia una ciencia muy abtrusa, y, como tal, puede ser tanto una forma de impedir el paso como un acceso. Varias cuestiones deben plantearse aquí.

1. El alcance de los conceptos clave. Un estudio del léxico, por poco preciso que sea, conduce en efecto a la conclusión de que ningún término básico de la alquimia es empleado de forma unívoca y rigurosa. El análisis de la forma en que estos términos aparecen en los más importantes tratados de Jâbir ibn Hayyân, por ejemplo, pone de manifiesto toda una serie de contradicciones. El término «espíritu» (rûh) podrá designar una substancia tanto sólida como líquida o gaseosa; «alma» (nafs), un líquido, el misterioso mercurio, un cuerpo mineral dado, o también un gas. Un mismo vocablo aparece en contextos muy diferentes sin vínculos aparentes entre tales apariciones. Todo intento de establecer equivalencias regulares entre estos términos y nociones filosóficas o científicas nos parece fundamentalmente destinado al fracaso, (15) pues se pone de manifiesto que dichos términos no son precisamente conceptos. Es lo que sugiere el propio Jâbir por otra parte en un breve y curioso tratado titulado Kitâb al‑hudûd, el Libro de las definiciones. (16) Este opúsculo contiene listas enteras de fórmulas consagradas a la definición de las ciencias —profanas, religiosas, ocultas, etc.— en un estilo que pretende ser simple y austero. Pero el análisis de estas fórmulas plantea múltiples problemas de lógica, aunque sólo sea el uso continuo, en el Kitâb al‑hudûd, de conceptos explicativos que no son nunca definidos: por ejemplo, los términos jawhar (esencia, substancia), sûra (forma, imagen) o tabî’a (naturaleza), que sin embargo son la clave de los enunciados fundamentales. Así, el espíritu (rûh) es «una cosa sutil que se comporta como una forma (sûra) activa». En cuanto al alma, es «una substancia (jawhar) divina que vivifica los cuerpos». El lector es pues remitido, en cada ocasión, a un más allá de la palabra que ninguna palabra ulterior llega a precisar. Al final del tratado, Jâbir previene sin embargo a su lector: todas estas fórmulas son aproximadas, pues sólo se puede llegar a definir lo que pertenece a categorías y clases (ajnâs, fusûl). Ahora bien, precisamente los términos de la alquimia carecen de ellas: se los denota por las propiedades que los manifiestan, pero, como las esencias metafísicas (jawâhir, ‘âliya), están situados más allá de todo lenguaje conceptual. (17)

2. Este punto nos lleva a precisar una de las características principales del lenguaje alquímico. El discurso filosófico o científico clásico no puede describir más que fenómenos que se repiten, cuyas causas idénticas o análogas producen resultados previsibles. Ahora bien, como hemos visto, la alquimia percibe el mundo como un vasto conjunto de relaciones en perpetuo movimiento, de mutaciones. Cada fenómeno constituye un acontecimiento puntual, ligado a un conjunto complejo de otras relaciones, igualmente puntuales. Ningún cuerpo, ninguna entidad se ha reproducido, pues, de manera idéntica a la de otro desde el comienzo del mundo. Dos fenómenos aparentemente próximos pueden resultar de haces de relaciones muy diferentes. Esta visión de un mundo en continua mutación se refleja en el empleo de la lengua por parte de los alquimistas. Las palabras no tienen ya contenido fijo, no adquieren sentido más que en un haz de relaciones con otros términos, ellos mismos por otra parte semánticamente inestables. De ahí la aproximación de los términos más usuales del Kitâb al‑hudûd. La substancia, jawhar, es «lo que hay», simplemente, más allá de los accidentes y las cualidades adventicias. El espíritu, rûh, es el dinamismo activo detrás de las apariencias, pero que se mantiene perpetuamente indefinible, por encima de toda aprehensión conceptual.

Se comprenderá por eso mismo que la intención explícita de Jâbir no es solamente proponer otra lectura del mundo, una interpretación nueva de los hechos, sino suscitar la percepción directa del mismo. Su discurso no busca tanto describir cuanto «despertar (kashf) en el alma» del lector la percepción de las esencias, «producir sus formas (suwar) en su entendimiento». (18) De ahí su estilo discontinuo, sus incoherencias, sus rupturas en el manejo de un lenguaje elaborado para una visión mucho más estática del mundo. La razón discursiva queda aquí sin lugar alguno al que agarrarse. Más precisamente, la andadura de nuestros alquimistas es triple:

—No pretende evocar entidades o cuerpos estables, sino expresar un dinamismo, un movimiento evolutivo, un proceso de paso de la potencia al acto. A menudo, por ejemplo, el mercurio (zaybaq) designará el proceso ascendente en el mineral «vivo», mientras que el azufre (kibrît) evocará el mineral en su fase de actualización máxima. (19) O también el término «fuego» podrá referirse a una substancia en la que la cualidad ígnea (cálida y seca) domina o está en vías de manifestarse, ya esté dicha substancia en estado sólido, líquido o volátil, o evolucione hacia alguno de ellos. Coincidimos aquí con la bipolaridad clásica del pensamiento esotérico islámico entre zâhir (lo aparente, lo sensible) y bâtin (lo oculto, lo implícito): zâhir manifiesta lo que está actualizado, pero la alquimia es una ciencia del batín que aspira a descubrir las dimensiones potenciales en presencia. Jâbir explica a este propósito que la plata, fría y seca, no se transforma en oro por transmutación, pues es ya oro por su bâtin, cálido y húmedo: potencialmente, «espiritualmente», es oro. (20)

—El discurso alquímico puede también tomar el aspecto de una exposición más clásica y mecanicista, especialmente al describir las interacciones de las cuatro naturalezas (lo cálido, lo frío, lo seco, lo húmedo) en los cuatro elementos (fuego, aire, tierra y agua) cuando se lleva a cabo la elaboración de los elixires. Los conceptos son aquí, en lo esencial, helénicos —aristotélicos, estoicos, etc. (21)— y el razonamiento recuerda aspectos del pensamiento griego, como la medicina y la farmacopea galénica especialmente: suprimiendo la o las naturalezas en exceso o reforzando aquellas que están carentes, el operador acaba por obtener un compuesto perfectamente equilibrado. Pero sería peligroso y erróneo querer reducir toda la alquimia árabe a este único tipo de razonamiento. Una lectura atenta muestra que éste no es, de hecho, más que uno de los posibles modos de explicación del alquimista entre otros, uno de los útiles intelectuales con los cuales construye su discurso. Un espíritu (rûh) podrá ser llamado cálido-seco, o cálido‑húmedo, incluso en un mismo texto, y podrá designar una substancia o un dinamismo puro, se referirá a veces a una volatilización muy puntual, a veces a una energía vaga y poco diferenciada, o incluso a una forma en estado de germen o de crecimiento. Como se ve, todo depende del momento preciso considerado por el autor, y la dialéctica de las cuatro naturalezas proporciona aquí referencias eventuales cómodas, pero no exclusivas.

—La clave que liga entre sí los aspectos heterogéneos del discurso alquímico, es, sin duda, en primer lugar el conocimiento de las analogías. Se trata verdaderamente de una exégesis de la forma (sûra), de todo lo que es aparente (zâhir). Esta apariencia es portadora de sentido, y es también el apoyo principal del alquimista que trata de leer los fenómenos naturales. Este sentido se descubre tanto por los colores, tan importantes para el diagnóstico alquímico, como por los sonidos (producidos por algunos minerales cuando se los golpea, y no por otros), o la consistencia, la volatilidad, etc., y estos textos abundan en referencias, correspondencias, paralelismos entre los diversos dominios del ser, desde la astrología y las matemáticas hasta la medicina y la farmacopea. El cerebro, gris, frío‑húmedo, es pues de la naturaleza del estaño o del mercurio, reacciona a determinado aspecto de la luna o de Júpiter, etc. (22)

Sin embargo estas afinidades no constituyen en ningún caso reglas universales e lntangibles. Son relaciones puntuales cuya comprensión implica un «salto» mental en esta herméneutica, ta’wîl, de los fenómenos, a fin de llegar a captar la esencia, el germen de cada cosa. Tales consideraciones se dirigen sin duda a una actitud mental mucho más abierta que el mero razonamiento discursivo. En el Gran libro de la misericordia, (23) Jâbir precisa que esta ciencia no es accesible más que al hombre dotado de razón (dhû’aql), pero añade inmediatamente que él designa de este modo a quien es apto para la visión (‘iyân, término empleado por los sufíes a propósito de la experiencia directa de las realidades suprasensibles). En la ciencia de lo particular, en efecto, el razonamiento usual no basta. Ahí todo conocimiento implica una cualidad de intuición, de solidaridad entre el alquimista y el objeto de su trabajo, actitud que resulta posible por la homología estructural, incluso por la connaturalidad, entre el operador y su obra: comprendiendo su obra, se comprende a sí mismo, y esa comprensión íntima le desvela la etapa siguiente de la obra. El último grado de esta ciencia alquímica será, pues, se puede inferir, abolirse ella misma en la unidad entre el sujeto y su objeto, etapa de la total suficiencia (istighnâ’) que coloca al alquimista al abrigo de toda necesidad.

Los textos alquímicos árabes cuyo alcance hemos evocado remiten en definitiva a una doble dimensión del ser, a la vez temporal e intemporal:

—Intemporal, por la voluntad de penetrar el misterio seminal de los seres, que transciende el tiempo. La plata es ya oro desde este punto de vista, nos recordaba Jâbir, no tiene que convertirse en él. (24) Considerando esta dimensión, Jâbir distingue el tiempo absoluto (¿Zamân mutla?) del tiempo temporalizado (al‑mutazammin bi‑al-zamân). La ciencia que corresponde a este nivel del ser es la ciencia de las Balanzas, matrices matemáticas que engendran por sus proporciones combinadas el conjunto de lo manifestado. El conocimiento de las Balanzas es para Jâbir indiscutiblemente superior a la ciencia común y a la filosofía, cuya raíz indispensable constituye. «La Balanza es la naturaleza de la naturaleza y el tiempo del tiempo. La Balanza es la causa de cualquier principio o regla que se enuncia, quedando ella misma más allá de toda determinación.» (25) La Balanza es una forma de despertar a la Realidad, una forma de iluminación.

—Pero esta literatura alquímica nos remite también a la dimensión temporal y terrenal de los hombres arrastrados en la incesante superación de lo que es actualizado —el presente— por lo que es potencial —el futuro—. (26) Más todavía: el trabajo del alquimista es, como hemos visto, una prolongación de la misión divina confiada por Al-lâh a Adán y a su descendencia, tan esencial, tan sagrada, que pidió a los malaika se postrasen ante el primer ser creado (Corán II, 34) El pseudoepígrafe árabe de los Musahhahât Iflâtûn llega a afirmar que el alquimista que el alquimista que ha adquirido el dominio de su arte puede modelar seres vivos, producir el mundo. Pero, precisa, «hay tres clases de mundos: mira cuál de estos mundos deseas, y ponte a producirlo». (27)

En este sentido, la alquimia no tiene objetivo propio, pues es la propia finalidad de la vida, que no busca sino perpetuarse a sí misma en su dinamismo inagotable; la alquimia es «esa obra eterna por la que existe todo lo que ves». (28)

Notas

(1). Nuestra lectura de los textos alquímicos árabes, y del corpus jabiriano en particular, difiere notablemente de los planteamientos orientalistas anteriormente llevados a cabo. Pensamos especialmente aquí en el monumental e irreemplazable trabajo de Paul Kraus (Jâbir et la Science Grecque, El Cairo, IFAO, 1942, abreviado en lo sucesivo: S. G. , y Le Corpus des écrits jábiriens, El Cairo, IFAO, 1943), que nos parece discutible en dos puntos de metodología: 1. Kraus lee los tratados alquímicos como si se tratara de exposiciones doctrinales o científicas unívocas, sin abordar verdaderamente la cuestión del alcance y el simbolismo del lenguaje alquímico (véase a este respecto H. Corbin, LAlchimie comme art hiératique, París, LHerne, 1986, Págs. 71 y sigs. Y 157 Y Sigs.). 2. Kraus elabora una síntesis de la doctrina de Jâbir seleccionando los pasajes más explícitos, los más acordes con el mundo conceptual helénico, desdeñando así los desarrollos más esotéricos o que están más en contradicción con la primera serie de textos. Ahora bien, el corpus jabiriano contiene numerosas oposiciones aparentes, que es preciso, creemos, mantener y analizar en tanto que tales.

(2). Es preciso subrayar especialmente aquí la importancia del famoso tratado Las Tetralogías de Platón (Kitâb al‑Rawâbî’ li‑Iflâtûn, editado por A.R. Badawi en el volumen Al‑Iflâtûniya al‑muhdatha ‘înda al‑‘Arab, Kuwait, Wikâlat al‑matbû’ât, 1977, págs. 117-239), verosímilmente de origen harraniano.

(3). Véase H. Corbin, Corps spirituel et terre céleste, París, Buchet/Chastel, 1979, Pág. 232 Cuerpo espiritual y tierra celeste, Madrid, Siruela, 1996, pág. 227.

(4). Véase P. Lory, «La science des lettres en terre d’lslam», en Cahiers de PUSJJ II, París, Berg International, 1985. Para el paralelismo entre gramática y alquimia, véase el tratado jabiriano Kitâb al‑tasrif, editado por P. Kraus en la compilación Mukbtâr rasâ’il Jâbir ibn Hayyán, París‑El Cairo, 1935

(5). Véase el Kiâb al‑tasrif, Págs. 392 y sigs., y P. Kraus, S.G., págs. 139 y sigs., así como los Rawâbî’, págs. 202 y sigs.

(6). Citado por P. Kraus en S.G., págs. 179‑181. En cuanto a la interpretación que hace de estos pasajes, véanse nuestras reservas supra nota 1.

(7). En su tratado titulado precisamente Libro del paso de la potencia al acto, Kitâb ikhrâj mâ fî al‑quwwa ilâ al‑fi’l, nº 331 en la clasificación del corpus jabiriano de Kraus, que lo ha editado igualmente en Mukbtâr rasâ’il...

(8). Kitâb al‑rahma, en M. Berthelot, La chimie au Moyen-âge, vol. III, textos árabes editados y traducidos por O. Houdas, París, 1893; Págs. 149 (textos árabes) y 179 (traducción francesa).

(9) Kitâb ikhrâj, Pág. 71.

(10). Véanse las descripciones alegóricas de la piedra en Dix traités d’alchimie de Jâbir Ibn Hayyan, traducción y comentario de P. Lory, París, Sindbad, 1983, págs. 100 y sigs.

(11). Kitâb al‑rahma, texto árabe, págs. 147‑148, y traducción francesa, pág. 178. Véase igualmente Dix traités..., pág. 299, nota 246, y pág. 260, sobre esta cuestión del origen mineral de la piedra.

(12). Kitâb al‑rahma, texto árabe, págs. 139‑140,146‑148, y traducción francesa, págs. 169‑171 y 177‑178.

(13). Es en este sentido en el que Jâbir distingue el trabajo «sobre el cuerpo» y el trabajo «sobre los espíritus», en Kitâb ikhrâj.. , págs. 66 y sigs.

(14). Esta concepción de la piedra como entidad una (basît, opuesto a murakkah), arquetípica, es el objeto de las partes 1 y 2 de los Rawâbî’.

(15). Existen sin duda frecuencias en el empleo de ciertos términos, tendencias semánticas, por ejemplo, a designar por rûh lo que implica una energía estructurada, por nafs fuerzas no insertadas en formas precisas. Pero el importante número de excepciones a esta tendencia no autoriza a concluir identificaciones unívocas con nociones científicas o filosóficas corrientes. Véase P. Lory, Edition, traduction et commentaire de la 1er décade du livre LXX de Jâbir Ibn Hayyan, tesis presentada en la Universidad de París III‑Sorbonne Nouvelle, 1982; vol. 111, Analyse lexicale; y Dix traités..., págs. 241 y sigs.

(16). Editado por P. Kraus en Mukbtâr rasâ’il.., pág. 97.

(17). Ibíd., pág. II+47J

(18). Ibíd., pág. 114.

(19). Es lo que sucede especialmente en el Kitâb al‑rahma.

(20). P. Kraus, S.G., pág. i sig.

(21). Ibíd., págs. 139‑147.

(22). Tales asociaciones abundan especialmente en los Rawâbî’, donde es difícil discernir los pasajes en que el autor habla de la obra alquímica, y aquellos en que se refiere al cuerpo humano, hasta tal punto la homología es sostenida y constante.

(23). Kitâb al‑rahma, pág. 134 (texto árabe), y pág. 165 (traducción francesa, muy discutible por otra parte).

(24). Kitâb ikhrâj..., Pág. 3. Véanse igualmente los Rawâbî’, pág. 235: la alquimia no transforma el metal inferior, la plata, sino que lo devuelve a su naturaleza original (tab’) que es el oro.

(25). Kitâb al‑khawâss al‑kabîr, editado en Mukbtâr rasâ’il..., pág. 252.

(26). Kitâb ikhrâj, págs. 2 Y 3.

(27). Citado por P. Kraus, S.G., pág. 51. Este importante tratado es de inspiración netamente jabiriana. El carácter apócrifo de su atribución a Platón no plantea ninguna duda. Sobre la idea de segunda creación por la alquimia, véase igualmente S. G., págs. 98 y sig., y el Kitâb al‑mîzân al‑saghîr, en Mukbtâr rasâ’il..., págs. 444 y 449.

(28). Rawâbî’, pág. 167.

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