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lunes, 30 de septiembre de 2013

¿Qué es Palestina?

¿Qué es Palestina?



Roger Garaudy

Según la definición de la Encyclopoedia Brittannica, en la cual abunda también la Encyclopoedia Universalis, Palestina es el territorio puesto bajo mandato británico desde 1923 a 1948. Medida histórica de un cuarto de siglo para una de las civilizaciones más antiguas de la historia, y fronteras que indican tan sólo la relación de fuerza entre las potencias coloniales establecida por la Sociedad de Naciones después de la primera guerra mundial.
Por extraño que pueda parecer no cabía otra definición geográfica para Palestina que la que el colonialismo le había dado, tal como se indica más arriba.
No podía ser de otra manera, puesto que los colonialistas habían repartido una «umma» árabe-islámica en función de sus relaciones de fuerza (igual que lo hicieron con respecto al África Negra, en 1875, en la Conferencia de Berlín), y en consecuencia el destino de Palestina estaba vinculado a la solución que se daría al «Problema de Oriente», es decir, a los problemas planteados por la decadencia del Imperio otomano.
Las potencias colonialistas, en el curso de la guerra de 1914-1918, ya se habían repartido los despojos del Imperio turco, incluso antes de haber logrado la victoria sobre su aliado alemán.
El Mandato británico, cualesquiera que fuesen las pe­ripecias que pudiera sufrir, creadas por la impaciencia de los sionistas en precipitar el curso de los acontecimientos, se caracterizaba por una tendencia principal, definida, desde 1921, por "Sir Hubert Young, uno de los dirigentes de la «Colonial Office»: «El problema que debemos resolver ahora consiste en encontrar una táctica y no una estrategia. La idea estratégica general, tal como yo la concibo, es la inmigración progresiva de los judíos a Palestina hasta proporcionarles una mayoría aplastante en el país..., pero dudo que estemos en situación de confesar a los árabes lo que significa realmente nuestra política »[1].
La definición de Palestina durante el último siglo de su historia, desde el Congreso de Basilea, en 1897, a 1985, puede ser ésta: Palestina es el sector del mundo árabe donde la potencia colonialista ha violado más abiertamente sus promesas de independencia. Tal es la causa de que el Mandato británico trazara sus fronteras geográficas.
Si dejamos a un lado esta definición colonialista de Palestina y de sus fronteras, ¿qué es Palestina en la historia?
¿Será el «país de la Biblia»? ¿Cuál de ellos? ¿La «Tierra prometida»? o ¿la «Tierra conquistada»? Esto sería olvidar que la «Tierra prometida» (Gen. 15, 18): «desde el río de Egipto al Gran Río (Eúfrates), fue así delimitada «por proyección», según la «Tierra conquistada», la del Reino de David; la «promesa», situada, de acuerdo con la Biblia, en el siglo xx antes de nuestra era, no fue registrada por escrito hasta por lo menos en tiempos del Reino de Salomón, es decir, más de mil años después.
¿Será el país de los filisteos, invasores mediterráneos del siglo xin antes de nuestra era, que efectivamente dieron su nombre a esta tierra, de la que sin embargo sólo ocuparon la costa y únicamente durante algunos siglos? Herodoto designa a Palestina como la comarca que se extiende desde el sur de Siria hasta Egipto. Y los romanos, después de la rebelión de Bar Kochba, en el año 135 después de Jesucristo, llaman Palestina a esta provincia de su Imperio.
¿Será la «provincia de Damasco» del Imperio otomano?
¿O «Eretz Israel», la expresión que sólo muy rara vez aparece en la Biblia[2], pero que ha sido difundida por la literatura rabínica y explotada por el Estado sionista? Esto sería olvidar que la región costera, en particular Acre y Jaffa al norte, y Gaza al sur, no formó jamás parte de un Estado judío, ni siquiera del Reino de David, hasta que Eretz Israel se convierte en el mito fundador del Estado sionista.
Todas estas definiciones y delimitaciones han sido atribuidas a esta realidad histórica por sus invasores o sus colonizadores temporales: griegos, romanos y bizantinos, ingleses o sionistas.
Entre los desiertos de la Península arábiga al sur, y las llanuras desérticas de Anatolia al norte, entre los ricos deltas del Tigris y del Eúfrates al este, y del Nilo al oeste, se extiende esta zona privilegiada a la que el historiador americano Breasted, a principios del siglo xx, dio el nombre de Creciente Fértil, dibujada, desde el Golfo Arábigo, por el valle del Eúfrates, el curso del Oronte, y asimismo el litoral mediterráneo hasta el Delta del Nilo.
Palestina está situada en el cuerno occidental de este Creciente Fértil. Su emplazamiento, su estructura y sus límites geográficos, así como su población histórica, no determinan su destino, sino que crean las condiciones de un papel específico en el desarrollo espiritual del hombre a partir del Creciente Fértil.
Situar a Palestina en la historia, donde sólo constituyó una entidad separada en función de la codicia de sus conquistadores del exterior (conquista romana, invasión de las Cruzadas, colonización inglesa, luego sionista), es tomar conciencia de tres constantes milenarias.
1) Palestina no es sino un miembro de una unidad orgánica más vasta: es indivisible, desde la prehistoria, del conjunto del Creciente Fértil, es decir, de toda la región adonde, a partir de la cantera árabe, no cesaron de emigrar o de establecerse, de una manera casi continua, nómadas procedentes de Arabia, y se asentaron algunas veces, de forma temporal o definitiva, en Mesopotamia o en los lugares que hoy día son conocidos como Si­ria, Líbano y Palestina. Cualesquiera que sean los nombres que se les den: amorreos desde finales del tercer milenio, arameos a finales del segundo milenio, o cananeos como suelen ser llamados más comúnmente, no designan etnias sino hegemonías sucesivas en el seno de una misma población semítica que tiene sus orígenes en la Península arábiga.
En el ámbito de este conjunto sería igualmente arbitrario oponer radicalmente a nómadas y sedentarios. Ante todo porque el término de «nómada» encierra una serie de matices: hay nómadas «puros» que no se establecen jamás, otros que realizan recorridos regulares, con estacionamientos seden­tarios temporales que los convierten en agricultores, otros que incluso participan, periódicamente, en la vida ciudadana, por su comercio o ciertos trabajos, antes de partir de nuevo. La delimitación no es por tanto tajante entre estos «nómadas» y los «sedentarios» agricultores o ciudadanos, sobre todo si se tiene en cuenta que toda esta gama (nómadas puros, nómadas semiagricultores o semiurbanos) se da en el interior de una misma tribu, y que cuantos la forman están vinculados por lazos de sangre y de origen. Así pues, no es posible constituir una historia según el esquema simplista y maniqueo del antagonismo permanente e irreductible entre nómadas y sedentarios. Antes al contrario: estas infiltraciones y estas transiciones entre los diversos modos de vida han dado al conjunto del Creciente Fértil una unidad mediante la sedi­mentación milenaria de poblaciones de lengua semítica y de origen arábigo.
Esta unidad se manifiesta también por medio de la complementariedad y la cooperación de sociedades de estructura y de orientación diferentes: Tiro era la capital marítima de Galilea, los galileos tenían sus empresas comerciales en Tiro, y los tirios sus sucursales en Galilea.
Relaciones análogas existían entre Sidón y Damasco, entre Trípoli y Roma.
De esta forma una cadena sin fin enlazaba el sur y la costa mediterránea de una parte, y Mesopotamia que iba a desembocar en el Golfo Arábigo.
2) Esta unidad se expresa en el plano de la cultura y de la inteligencia. Para empezar, los descubrimientos efectuados hace un siglo, y en esencial los más recientes en Ras Shamra (Ougarit), en Mari, en Ebla desde 1975, ponen de relieve la importancia de esta región. Ebla fue el centro más importante del Próximo Oriente a partir del tercer milenio (hacia 2.300); Ougarit, habitado desde la Edad de piedra, alcanzó, a mediados del segundo milenio, su apogeo cuando se establecieron allí los cananeos, que hablaban la antigua lengua árabe (llamada semítica) de sus antepasados de la península.
Esta región constituía uno de los «principales puntos de encuentro de los pueblos y de las culturas»[3].
De la estratificación de los pueblos nació una sedimentación cultural, o mejor una evolución orgánica de una misma cultura, por integración y síntesis de experiencias sucesivas, y no por enfrentamiento y rechazo. Es significativo que los hallazgos más recientes, los de Ebla (a partir de 1975), hayan revelado una lengua «eblaita», parecida al cananeo: esta lengua semítica utiliza la escritura cuneiforme de los sumerios, 2.300 años antes de nuestra era. «Según una regla sin excepción para el Próximo Oriente, los sirios utilizan al mismo tiempo el sistema gráfico cuneiforme y las dos lenguas mencionadas, o sea, la sumeria y la acadia. Se escribía de la misma forma en Mari o en Ebla... Todas estas lenguas se aproximan mucho al acadio, semítico como ellas»[4].
Los nómadas amorreos, diseminados en Mesopotamia, parecen haber asimilado rápidamente la gran civilización elaborada por los sumerios y los acadios. Fundaron, sobre las ruinas del imperio de Ur, una serie de reinos dinásticos, el más reciente de los cuales, Babilonia (1894 antes de la era cristiana) iba a restaurar, bajo Hammurabi (1728-1686), su séptimo rey, la unidad perdida... Un concierto de naciones fue así instaurado... cuna de una civilización original[5].
Más de ciento cincuenta cartas de Hammurabi nos demuestran el extraordinario interés que ponía en fomentar las obras públicas, al objeto de facilitar las comunicaciones a través de todo el Creciente Fértil, ya se tratase de canales, caminos o templos.
La estela donde está grabado su código, descubierta en 1902 y conservada en el Museo del Louvre, es significativa del auge cultural y político característico del Creciente Fértil.
Hammurabi no pretende llevar a cabo una ruptura: su Código integra las aportaciones de Sumer y las aportaciones semíticas de Akad. Se trata ya del código de una sociedad de mercaderes, mientras que, trece siglos después, la ley romana de las «Doce tablas» no será sino una ley de campesinos primitivos, y, ocho siglos más tarde, el Código de la Alianza de Moisés, como veremos más adelante, resulta anticuado comparándolo con el de Hammurabi.
En las tierras del Creciente Fértil maduraron, pues, lentamente, los temas capitales de la espiritualidad ulterior: trascendencia y más allá de la vida, unidad de Dios, profetismo revelando la voluntad de Dios, y la Ley, cuyo prototipo es el Código de Hammurabi. Todo esto era el bien común del conjunto del Creciente Fértil: desde la Mesopotamia de Hammurabi al Egipto de Akhenaton (hacia 1350): la gran visión semítica del mundo había penetrado en Egipto, con los hyksos, desde el siglo xvi antes de la era cristiana.
A este respecto, tanto por lo que se refiere a los hyksos como, después de éstos, a los asirios, que se apoderan de Mari en 1200, conviene rectificar, a la luz de las recientes excavaciones, una perspectiva histórica largo tiempo desvirtuada: no se trata, en ninguno de los dos casos, de una oleada de bárbaros que destruían a su paso las civilizaciones anteriores. Todo lo contrario: cuando se pasa de lo acadio a lo asirio, a lo neobabilónico, por ejemplo, no se trata de etnias diferentes, sino de dinastías. El país cambia de dueños, pero la continuidad de una civilización se afirma: se trata de mantener el control y la seguridad de la inmensa red vial del Creciente Fértil, abierta a todas las incursiones nómadas. Este man­tenimiento de las posibilidades de intercambio comercial y cultural provocaba evidentemente la cólera de las bandas nó­madas que esperaban sacar provecho de la anarquía (la Bi­blia se hace eco de estas circunstancias, Jonás 3, 4 y 6, 11; Nahum 1, 3 y 3, 7; Sofomas 2, 13). Este punto de vista pre­valeció hasta nuestros días, en que, especialmente, los asirios y los hyksos son presentados como destructores y devastadores. Cuando los asirios, en el siglo xm, dominan toda la red vial de la región, hasta el Mediterráneo y una parte de África, no solamente no la destruyen, sino que conservan su unidad y su seguridad; no solamente no destruyen la cultura aramea cuando se apoderan, en 732, de la última capital aramea, Damasco, sino que, por el contrario, la protegen, difundiendo en la inmensa región que controlan su lengua, el arameo, que se convertirá en la lengua común de toda esta «Koiné» durante casi un milenio (el arameo será la lengua que hablará Jesucristo, siete siglos después). Asimilan la cultura de los arameos, y les confían el desempeño de tareas de ministros, de funcionarios, de educadores. Se habla con frecuencia, en los manuales de historia, de crueldad, de enemigos sometidos a torturas, que son, por desgracia, acciones que caracterizan a todas las domi­naciones (Ramsés II, al que los mismos historiadores exaltan, no se privó de hacer que sus matanzas fuesen glorificadas en todos los bajorrelieves de su palacio), empero se habla con menos frecuencia de las bibliotecas de los asirios, recientemente ex­humadas, y de su indudable influencia en el terreno de la integración cultural. Es cierto que los asirios destruían los palacios y las fortalezas de los vencidos, pero no sus templos ni su lengua, ni su cultura; antes bien, recogieron su herencia, y la propagaron.
Otro tanto había sucedido con respecto a los hyksos, que no eran en absoluto unos devastadores primitivos, sino amorreos que conservaron el legado de la religión y de la cultura de Mesopotamia y de Siria, cuyo acervo difundieron a lo largo de toda la costa mediterránea. Las excavaciones no han revelado, a su paso por Palestina, en el siglo xvi, destrucción alguna de obras de la cultura o de la fe elaboradas en Cana entre los siglos XVM y XVII. Aportaron este patrimonio a Egipto, donde conocerá un breve pero fulgurante florecimiento, dos siglos después, con Akhenaton, que tropezará con las reacciones de rechazo por parte de la casta sacerdotal contra el monoteísmo amorreo.
3) La unidad de civilización y de fe, en esta inmensa área del Creciente Fértil, no admite parangón con la de un imperio, como el Imperio romano, encerrado en el interior de su «limen», defendido por sus propios ejércitos, y considerando, a la manera de los griegos, que todo aquel que no hablara su lengua y no compartiese su cultura era un «bárbaro», alguien que no podía ser otra cosa que esclavo.
En el Creciente Fértil no existe esta segregación. La gran civilización no era defendida solamente por un ejército, sino también por su cultura que le permitía civilizar incluso a sus vencedores y asimilarlos. Las relaciones entre ciudadanos y nómadas, y esta capacidad de abertura y de integración, se expresan ya en la epopeya de Gilgamesh, patrimonio común, durante siglos, no solamente de Sumer, heredero, de lengua no semítica, de esta tradición y de esta función de fusión, de síntesis, de asimilación a lo otro y de lo otro, sino de todo el Creciente Fértil: el héroe Gilgamesh, principe de la ciudad, se enfrenta, en combate singular, al nómada Enkidu: El triunfo corresponde al príncipe, pero el enfrentamiento no termina con la destrucción del contrario. Antes bien, entre los dos héroes, una vez Enkidu ha asimilado la cultura urbana, nace una amistad y una fra­ternidad profundas: juntos emprenderán la extraordinaria aventura de la conquista de la inmortalidad, del más allá, en la cual se expresa ya la angustia de la trascendencia de lo cotidiano. Y cuando Enkidu muera para proteger a su amigo, la desesperación de Gilgamesh constituye la mejor prueba del sentido de la interioridad alcanzado por esta cultura.
Es significativo que, en una versión siria, muy anterior a la de la Biblia, donde se evoca la lucha entre Abel y Caín, el enfrentamiento no termina con el asesinato de Abel, sino con una reconciliación. La versión pública será escrita mucho después, cuando la casta sacerdotal dominante, rompiendo con la tradición semita, rechaza la asimilación y busca el aislamiento tribal para la eliminación del otro (como comprobaremos más adelante en el libro de Josué, el de las «exterminaciones sagradas»).
Por consiguiente, en todo el perímetro del Creciente Fértil los invasores procedentes de Asia central no chocarán solamente con una frontera y con ejércitos, con una civilización que defiende a la civilización (una civilización jamás puede ser defendida únicamente por un ejército), de suerte que los invasores, procedentes de las estepas de Asia central, aunque resulten vencedores por la fuerza de las armas, son absorbidos por la cultura de los vencidos y asimilan su civilización: así ocurrió con los kasitas quienes, integrándose en este mundo y en su civilización, instauraron una dinastía duradera en Mesopotamia (1595-1155).
No siempre fue así, desde luego: los goutis (2250-2120), procedentes a su vez de las estepas, rechazan esta asimilación y su dominación dura tan sólo un siglo.
Otro ejemplo es el de los hititas (1650-1230), cuya dominación sólo fue duradera, en Siria, después de su asimilación, como los kasitas.
El ejemplo de los romanos es aún más significativo: Palmira, centro de intercambio y de irradiación de la cultura y de las artes de toda la región, integrando, en un arte oriental, las aportaciones partas y helenísticas, había constituido, a principios del siglo m, en razón de la debilitación de Roma, una cierta independencia, y podía tomar el relevo del Imperio romano que fallaba en la resistencia que se veía obligado a oponer al empuje de los invasores oriundos de Asia central.
Podía hacerlo merced a la fuerza misma de su civilización. El emperador Aureliano se encarnizó, en 272, en la destrucción de la ciudad. Al no concebir la defensa sino en términos militares, el Imperio prefirió negociar con las tribus «bárbaras» en las fronteras del Rhin y del Danubio. La «limes» se derrumba, y el desencadenamiento de los godos arrollará a la propia Roma.
¿Por qué no se han apercibido los historiadores de esta ley profunda de la historia milenaria del Creciente Fértil?
La razón principal consiste en un prejuicio de orden religioso: el papel de Palestina, de la «tierra santa», en la ima­ginación de los pueblos, será estudiado a fondo en la segunda parte de este libro, dedicado a la génesis del mito del exclusivis­mo hebreo.
La adopción, por Occidente, del cristianismo como rea­lización de las «promesas» bíblicas hechas a los patriarcas, la concepción teológica según la cual el Antiguo Testamento era una prefiguración alegórica del Nuevo Testamento, ha conducido a conceder a estos textos una importancia tal que ha ocultado todo lo demás. Este deslizamiento de la teología en la historia ha hecho que fuesen tomados por relatos fidedignos los símbolos teológicos grandiosos de la Biblia. Para los historiadores que no comparten la fe judía o la cristiana, los textos bíblicos, incluso después de profundas críticas, han quedado como el armazón, o al menos la hipótesis de trabajo inicial, para analizar la historia del Oriente Medio. Basándonos en el estudio de la prehistoria de esta región y de la civilización cananea, demostraremos hasta qué punto esta visión teológica, consciente o inconscientemente, ha falseado la de los arqueólogos.
Nuestra tarea primordial en la primera parte de este trabajo será contribuir a levantar esta pesada hipoteca que gravita sobre la investigación histórica.
No obstante, el prejuicio religioso no ha sido el único en hipotecar la historia.
Existe también en Occidente un prejuicio cultural, hondamente arraigado desde el Renacimiento: no ya sólo el del excepcionalismo judío, sino el del excepcionalismo griego: el «milagro griego».
Lo mismo que el prejuicio religioso del excepcionalismo judío ha presentado el monoteísmo como un relámpago surgiendo en un desierto religioso, y ha construido, a partir de ese momento, una historia lineal que va desde Abraham a la filosofía de la historia del Hegel, de igual modo de prejuicio cultural del excepcionalismo griego entraña la reanudación de la misma oposición del relámpago y del desierto: el «milagro griego», y la «barbarie» ambiente, como si la cultura helénica hubiera surgido de la nada (o poco menos) como Minerva surgió armada de la cabeza de Júpiter.
Se llama, por ejemplo, «filósofos griegos», antes de Só­crates, a una pléyade de pensadores geniales: Tales, Anaxímenes, Anaximandro, Parménides, Haráclito, todos ellos de lengua griega, pero que han nacido y trabajan en una satrapía del Imperio de Persia, en Asia Menor, en Mileto, en Elea, en Efeso, y cuyo pensamiento se nutre de toda la cultura de Asia, de Persia, del Creciente Fértil, y, por añadidura, de la India. De este modo se le atribuye a Grecia algo que no deriva en absoluto del pasado griego, sino que constituye, por el contrario, la evidencia de su origen asiático.
Asimismo se llama Padres griegos, en la historia cristiana, al maravilloso florecimiento teológico nacido brotado en el suelo asiático de toda la cultura que irradia en torno del Creciente Fértil, crisol de los mensajes divinos. Sus principales centros fueron Antioquía (en la Siria actual), Capadocia (en la Turquía actual), Alejandría (en el Egipto actual), desde Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna, a Justino, nacido en Naplouse, Palestina, a Tertuliano, nacido en Cartago, en el actual Túnez, formado en el escuela de «montañismo» de Asia Menor; desde Clemente de Alejandría y el egipcio Orígenes a los Padres de Capadocia como Gregorio de Naziance y Gregorio de Nicea, a Juan Crisóstomo de Antioquía, Efrén el Sirio, Cirilo de Jerusalén y Cirilo de Alejandría, hasta San Juan Damasceno.
Las joyas espirituales más bellas del pensamiento cristiano viviente nacieron por tanto en el Creciente Fértil (como el propio Jesucristo), y en el área geográfica donde alcanzaba su irradiación: en Asia Menor y en África del Norte. Este ex­clusivismo de Occidente conduciría al Gran cisma.
Para encajar la historia de Palestina en el Creciente Fértil, tenemos que romper con este etnocentrismo occidental, empezando por el mito del pretendido «milagro griego».
Para ilustrar con un ejemplo los perjuicios de esta «deso­rientación» de la historia en beneficio de Occidente y del helenismo, Palmira, centro de irradiación de todas las culturas del Próximo Oriente, ha sido considerada con demasiada frecuencia como una simple parada de la civilización grecorro­mana, cuando lo cierto es que se trataba de una capital que organizaba toda la red de comunicaciones viales, lugar de in­tercambio cultural y espiritual, desde el Mediterráneo hasta las Indias.
Peor aún: se ha encontrado «arqueólogos» para tratar de explicar Ras-Shamra (Ougarit), como «una parada comercial» de los chipriotas, a partir del prejuicio según el cual Grecia es el centro y la fuente de toda civilización, mientras que, como veremos, los descubrimientos hechos en este emplazamiento arqueológico demuestran que se trata de una centro de cultura cuya influencia se extendía a todo el Creciente Fértil.
Hemos visto cuáles son las consecuencias políticas de esta visión cultural falseada: el Imperio romano, que no se identi­ficaba con lo que existe de específicamente oriental en la civilización de Palmira, en lugar de ver en ésta el centro civilizador que podía preservar el patrimonio humano frente a los invasores procedentes de Asia Central, prefiere destruirla, en 272, porque no era romana.
Finalmente, un tercer prejuicio ha pesado como una losa sobre esta historia: el prejuicio político-militar del Imperio y de la nación.
En la tradición occidental, al igual que la historia hebrea ha permanecido como el prototipo de la religión, y el «milagro griego» como prototipo de la cultura, el Imperio romano se ha mantenido como el prototipo de la unidad política.
Un territorio encerrado por fronteras, protegido por un ejército encargado de contener los asaltos de los bárbaros (es decir, de todos los demás), y un pueblo sometido a una misma ley, de la que el Código de Justiniano ha constituido, a su vez, el prototipo, reactualizado por el Código Napoleón.
Este esquema de una sociedad «cerrada» continúa siendo el de todos los nacionalismos y de todos los racismos, desde el paneslavismo al pangermanismo, desde Maurice Barres a Charles Maurras, desde Mussolini a Hitler. No examinaremos aquí, de momento, las implicaciones políticas, sino solamente los daños culturales que acarrea al prohibir la comprensión de lo que pueden ser las sociedades «abiertas», del tipo de las que el Creciente Fértil proporcionó uno de los primeros modelos: una red articulada de civilización, en cuyo interior no sólo se afirman, sino que se fecundan mutuamente las unidades interdependientes.
El proyecto de Hammurabi (1728-1686), tal como aparece en sus cartas, es significativo por su respeto de las peculiarida­des regionales en todos los niveles: administrativo, lingüístico, religioso y legislativo. Es el polo opuesto del Imperio romano.
En este movimiento de intercambio y de síntesis, de asimila­ción y de integración, se crea orgánicamente un mundo; y no imperios.
Una civilización que unifica sin dominar, que civiliza sin desposeer.
Una civilización abierta, que intercambia, recibe y da, hos­pitalaria y emigrante, apegada a su suelo y atraída por lo lejano.
La historia del Creciente Fértil, que es la de una epopeya auténticamente humana: la de la maduración milenaria, mediante una revolución continua, de dimensiones humanas de trascendencia y de comunidad, no puede, menos que cualquier otra, reducirse a la historia de los reyes y de las guerras. Ningu­na historia, por otro lado, puede reducirse a ello. Pero, si bien es cierto que, después de Ibn Khaldoun y de Montesquieu, la historia enseñada ya no es exclusivamente la de las dinastías y las batallas, todavía sigue siendo en exceso la historia de las dominaciones.
Al no tener la historia una significación auténticamente humana si no nos ayuda a prefigurar el futuro, a concebir una política que, a su vez, carece de significación realmente huma­na a no ser que sea la historia en trance de construirse, el ensayo que hemos emprendido para situar la historia de Palestina.
Como crisol de los mensajes divinos, nos conduce a un proble­ma más vasto, que plantearemos con angustia y con esperanza, porque, de su solución, depende hoy día el porvenir del planeta: ¿elegiremos el modelo de las sociedades cerradas, y crearemos un futuro de imperios enfrentados en un «equilibrio de terror», o por el contrario, escogeremos el modelo de sociedades abiertas, para edificar un mundo de diálogo y de fecundación mutua, en el que las creaciones específicas de cada cual afirman su originalidad no por el rechazo del otro, sino por la integra­ción, la asimilación de lo humano y de lo divino de lo que el otro es portador?
De esto depende la vida o la muerte de nuestros hijos: ¿dejar que se destruya a sí mismo un mundo imperial, o construir un mundo armonioso?
Nuestra investigación histórica no tendría sentido si no fuera, a través de una meditación sobre Palestina en la historia, y sobre este crisol de los mensajes divinos, una contribución para aportar la respuesta.
[1] Doreen Ingrams: Palestine Papers (1917-1922) Seeds of conflict: N. Y. Brazilles, 1973, p. 14
[2] Pire R. de Vaux, Histoire ancienne dlsraél, Ed. Galbalda, Pan*. 1971, página 18
[3] «Au pays de Baal et d'Astarté». (Sous la direction de Pierre Amiet), p. 17.
[4] Ibídem. p. 68.
[5] Ibídem. p. 103.

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